Hoy hace diez años que mi padre falleció. Fue una mañana rarísima, cómo no iba a serlo. Pero es que además me equivoqué: me presenté directamente en el Cementerio de Montjuïch y toda mi familia y amigos estaban en el Velatorio de Sancho de Ávila, ese sitio donde gente que conoces y gente que no conoces te dice que conocían o no a tu padre y que lo sienten mucho y que “paloquesea” y que “paloquehagafalta” y que tal y que cual. No eran épocas de tener teléfonos móviles y localizarse en un santiamén, no. Yo estaba plantado dentro del cementerio de Montjuïch, dando vueltas a los féretros, las tumbas y los panteones; con ese olor a tierra húmeda, viendo a mucha gente llorando al pasar por mi lado y esperando a mi padre muerto. Llegué a pensar que me había equivocado de día (“¡Pero oiga, que le juro que mi padre se ha muerto hoy!”: parece un chiste del gran Gila). También llegué a pensar que quizá mi progenitor no se había muerto y, al fin y al cabo, todo eran alucinaciones mías. Pero no. Una hora más tarde veo aparecer coches familiares y alguien gritándome: “¿Pero dónde estabas?”. Todo muy ridículo, triste y cutre. Un desencuentro familiar (¿cómo no iba a serlo?) y tres abrazos y achuchones después, me veo volviendo a mi casa en el coche de no recuerdo qué primo mío. Soltamos unas carcajadas, de eso sí me acuerdo. Reírse con la muerte, no de la muerte ni de los muertos. Reírse porque no sabes qué hacer ni decir. Y entras en un coche y alguien suelta un chascarrillo y es justo lo que necesitas para desahogarte y echarte unas risas a la salud del padre muerto. Diez años sin mi padre, y de una forma u otra cada día pienso en él.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
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