Los muebles y su disposición era algo que obsesionaba a mi padre.
Llegaba un momento en que los objetos molestaban, y debían moverse de lugar.
Sucedía con frecuencia, con mucha frecuencia, las estanterías, las mesas, los libros, los cuadros y el sofá debían cambiar su posición. Era divertido, al menos cuando éramos pequeños y nos gustaba trastear mientras él quitaba alcayatas, empujaba armarios y limpiaba el polvo de los libros. Ayudábamos lo que podíamos, así que no había problema.
Lo malo era cuando comenzamos a hacernos mayores.
La cosa iba siempre a más, y sinceramente no comprendíamos la obsesión.
La adolescencia ya es de por sí un cambio brutal a diario, al minuto: ahora esto, ahora aquello, todo es mutación y trastorno, trauma y vergüenza, adaptación y necesidad de pertenencia.
Pero si al cabrón de tu padre le da por cambiar cada tres semanas la disposición de tu propia casa, pues te empiezas a cabrear un poco.
Y así nos iba: buscar cosas en casa se convertía en una odisea sin límite, un "vaya usted a saber dónde andan las servilletas, el diccionario de sinónimos o los apuntes que ayer dejé aqui mismo, sí aquí mismo".
Si hay algo que realmente me gustaba sin importar la frecuencia de su realización era la pintura. Pintar la casa, blanquearla o darle unos retoques me fascinaba siempre. Ayudaba un poco, y encima daba sensación de limpio y de espacio nuevo.
A veces cambiar pequeñas cosas dentro de tu propio espacio ayuda. A veces no.