He compartido muchas horas de bar con mi padre. Y no, no es este el comienzo de una novela pulp ni nada similar. Es así, tal como fue. Muchos bares donde mi padre entraba a tomarse cervezas y yo iba a saludarlo en mi vuelta del colegio a casa. Los bares eran conocidos, claro, no es que fuera a buscarlo por bares extraños, ni mucho menos. Bares de toda la vida, con su "parroquia" , esos bares que mi padre frecuentaba y tanto le gustaban. Yo debo admitir que hubo un amor-odio-amor en mi relación con ellos. Primero me hacía ilusión entrar en esos bares. Un niño pequeño que ve a su padre rodeado de bonachones con nariz roja que te saludan siempre, te suben a hombros y te invitan a un refresco siempre es de agradecer. Mi padre, en esta época, solía pagarme un Kas naranja (odiaba el de limón) o una coca-cola y unas aceitunas. Luego me daba unos duros para poner una canción en la juke-box. Sí, no hablamos aquí de una gasolinera de Texas, Missouri o Brooklyn. En el bar de mi barrio había una juke-box donde podías escuchar éxitos de siempre y novedades de lo más inesperado. Ahí estaban disponibles temas de Sinatra, Boney M, Blondie, Elvis o Los Chichos. Casi nada. Luego vino la época en la que odiaba ver a mi padre siempre en el mismo bar y a la misma hora por motivos obvios. Muchas veces evitaba saludarlo, pasaba de largo. Otras entraba, le pedía dinero para cualquier cosa y me largaba. Sin darle un beso en la mejilla, como antaño. Un adolescente que pretende comprender algo de la vida simplemente girándole la cara a su padre. Las cosas ya no eran como antes, y la parroquia había cambiado mucho, o sencillamente había desaparecido. Pero él no, él ahí clavado, mirando a las musarañas (como decía él), pensando en sus cosas. Muchos años después, incluso sin la presencia de mi padre, volví a pensar (lo que hace la melancolía y la pérdida) en aquellos encuentros en los bares. Lo que nos llegamos a decir ahí, lo que nos llegamos a callar, lo que compartimos y lo que nunca pudimos compartir. Malditos bares. Alabados sean.
miércoles, 1 de junio de 2011
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Me he visto reflejada en tu post. Mi padre también era asiduo de los bares, y yo también llegué a detestarlos, supongo que por los mismos motivos que tú. Aunque ahora, cuando muy de tarde en tarde (ya no suelo volver a mi barrio de entonces) paso por delante de alguno de ellos, tengo la impresión de que lo voy a ver acodado en la barra o bromeando con el camarero. Y me entra una nostalgia terrible.
ResponderEliminarVaya, Elena, es la misma sensación. Miro y, a veces pienso que todavía sigue ahí. En fin...como decía aquél: la nostalgia es un error. Saludos.
ResponderEliminarOtto; ¿sabes que me gustan sobremanera estos textos? y este concreto, un puñao!
ResponderEliminarOyes, acuerdate de mi si necesitas otro ilustrador, lo digo porque me gusta hacer cosas diferentes. jeje
Me encanta la emoción que transmites, no la sentía desde que leía Saroyan, o las conversaciones entre el prota y su hermana en "El guardian entre el centeno".
Si te encontrara por la calle te diría..."Monstruo, !que eres un monstruo"
Felicidades, si.
Espero ver todas estas reflexiones en un libro algun día... ilusttrado, claro.
Isidre Monés
Gracias Isidre, pero Saroyan y Salinger son intocables. Es un honor que digas lo que dices, pero es a todas luces exagerado.
ResponderEliminarUn abrazo y tomo nota del tema de la ilustración, que ya nos conocemos...
Atencion! No hablo de calidad literaria, esto es totalmente subjetivo y para mi que no leo inglés, sería un atrevimiento... (al cual no me daría ningun pudor asomarme, pero no es el caso)
ResponderEliminarhablo de la capacidad de transmitir emociones, y por lo tanto, de recibirlas, !eso es objetivo! y no creo ser el único.
Te hablaba de autores americanos,(y te añadiría Carver)que son maestros en transmitir emociónes con un gran distanciamiento formal, algo asi como en el film "El ultimo mohicano" mientras se mata la gente, suena un tema lírico celta, que actúa de contrapunto.
Felicidades de nuevo.
Isidre